Esta semana se conmemoran 80 años desde el final de la Segunda Guerra Mundial, un conflicto que dejó una huella imborrable en la historia de Europa y del mundo. La rendición incondicional de la Alemania nazi, tras la toma de Berlín por el Ejército Rojo, marcó el fin de una contienda devastadora que causó entre 15 y 20 millones de muertes en el continente, incluyendo 6 millones de judíos. Además, millones de personas resultaron heridas y se estima que entre 40 y 65 millones fueron desplazadas. Aunque el 8 de mayo de 1945 trajo la paz a Europa, no se logró establecer una democracia plena en la región.
La alianza temporal entre las potencias occidentales y la Unión Soviética para combatir el nazismo se transformó rápidamente en una división de Europa en dos esferas de influencia: el este, bajo el control soviético, y el oeste, alineado con los valores democráticos occidentales. Los acuerdos de Yalta prometieron gobiernos democráticos en los países liberados, pero pronto se consolidaron regímenes comunistas en aquellos bajo la influencia de la URSS, ignorando el compromiso de celebrar elecciones libres. Sin embargo, la falta de democracia no se limitó al este de Europa. En la península ibérica, España y Portugal, que no participaron en la guerra, continuaron bajo dictaduras, mientras que Grecia enfrentó una guerra civil tras su liberación.
La caída del muro de Berlín en 1989 y la descomposición de la URSS abrieron la puerta a la democratización de Europa, un proceso que se había iniciado en el sur del continente a mediados de los años 70. Este cambio fue posible en parte gracias a la consolidación del proyecto de integración europea, que celebra 75 años desde su inicio. La Declaración Schuman, presentada el 9 de mayo de 1950, es considerada el punto de partida de este proceso. En ella, se proponía la supervisión conjunta de la producción de carbón y acero de Francia y Alemania, con el objetivo de eliminar barreras comerciales y fomentar la cooperación entre naciones.
La creación de la Comunidad Económica del Carbón y el Acero (CECA) en 1951, seguida por la Comunidad Económica Europea (CEE) en 1957, sentó las bases para una Europa unida. Desde entonces, la comunidad se ha ampliado, incluyendo a países del antiguo bloque soviético, hasta alcanzar 28 miembros en 2013, aunque actualmente cuenta con 27 tras la salida del Reino Unido en 2020. A lo largo de los años, nuevos tratados han reforzado los lazos de solidaridad y han permitido mantener la paz en Europa, a excepción de la Guerra de los Balcanes.
Sin embargo, la paz y la unidad en Europa han sido constantemente amenazadas por Rusia. A pesar de su papel en la derrota del nazismo, el país ha sido una fuente de inestabilidad en el continente. Desde la Guerra Fría, la URSS y, posteriormente, Rusia, han intervenido militarmente en diversas naciones, y su reciente invasión de Ucrania ha reavivado tensiones en la región. Además, Rusia ha intentado socavar la estabilidad europea mediante sabotajes, ciberataques y chantajes energéticos, al tiempo que apoya movimientos euroescépticos y radicales en varios países.
Un ejemplo reciente de esta injerencia se ha visto en Rumanía, donde la Corte Constitucional anuló elecciones debido a la influencia pro-rusa de un candidato. Este tipo de intervenciones pone de manifiesto la necesidad de una Europa unida y democrática para garantizar la paz y la prosperidad en el continente. A 80 años del fin de la Segunda Guerra Mundial, es crucial recordar que la unidad y la cooperación son esenciales para enfrentar las amenazas actuales y futuras. La historia nos enseña que solo a través de la solidaridad y el compromiso con los valores democráticos se puede construir un futuro más seguro y estable para Europa.